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Sábado futbolero, de alegría y llanto

Cuando niño, solía jugar mucho y acompañar a mi padre a los campeonatos a los que asistía. Mientras él jugaba, yo cuidaba su dinero y sus anteojos al tiempo que disfrutaba de un delicioso chupete o una helada gaseosa. Cuando los adultos dejaban de jugar, incluso sin que acaben de salir de la cancha nos metíamos, era nuestro turno, el de los niños.
El primer recuerdo que tengo junto a una pelota es de un día de lluvia. Al frente de la casa alquilada en la que vivía, en el amplio patio de pasto de la vecina, un grandulón de diez años y un petizo de cuatro se batían por un balón.
Luego, en el campo más cercano a la casa de mi abuelita, mi padre me enseñó que no es muy elegante patear sólo con la punta del pie. Con esfuerzo y no tan buen humor, aprendí a hacerlo con la parte interna, el empeine y el revés. Con este nuevo conocimiento me vi jugando en medio de gente que me doblaba en estatura. Desde lejos, creyendo que no advertía su presencia, mi gordo tío, el otrora goleador del equipo del barrio, me miraba orgulloso.
En la escuela, mi padre invitaba a mis amigos a jugar algunas tardes. Ofrecía chupetes enteros para los ganadores y tan sólo la mitad para los perdedores. Hablar de perdedores y ganadores es sólo un decir, todos nos sentíamos campeones. La cancha era aprovechada por mi padre, como buen maestro, para educarnos, estaba prohibido, por ejemplo, dirigirse con lisuras hacia el resto y la única palabra enérgica permitida era: carajo.
De niño, seguramente porque jugaba mucho, era muy bueno, el mejor gambeteador. Aunque flaquito y medio debilucho, era un jugador bastante hábil, muy ducho. Era el primero al que llamaban cuando se armaban los equipos, esto, claro, si no era yo uno de los que llamaba.
Me divertía mucho jugando, celebrando un gol, haciendo una huachita, tirándome en los charcos que a su paso la lluvia dejaba, jugando en los recreos o en la canchita del hospital. Recuerdo con particular cariño la cancha de arena del hospital, escenario al que acudí con disciplina durante un tiempo, porque al terminar la tarde, cuando todos los fulbiteros marchábamos de regreso a nuestras casas, yo pasaba previamente por casa de una niña bonita, muy crespita y muy trigueña, con la que me molestaban en la escuela. Y a veces, muy sudado, más por el nerviosismo que por el trajín de los partidos, me atrevía a pedirle un vaso de agua. Curiosamente, el agua que me convidaba me dejaba más agitado, con el corazón acelerado.
En la adolescencia no jugué tanto, y aunque cada que lo hacía aún me defendía, obviamente mi juego ya no trascendía demasiado.
Ahora
termino un partido con mucho esfuerzo, jadeante, pidiendo agua -lástima que ya no esté la crespita para dármela-. No juego desde hace meses, desde que estuve en la Selva a comienzos de este año.
Es tanto lo que me ha dado el fútbol, como aquella vez que logré que la flaca me mirara tras anotar ese golazo en la final del campeonato, que no puedo continuar así de ingrato. Es preciso que el deporte que más quiero y yo nos reconciliemos de inmediato.


A Galeano, hombre al que ya quiero mucho, también le gusta el fútbol. En este video cuenta que Perú venció al país en el que nació Hitler en las Olimpiadas del 38. Aunque nos anularon dos goles, ganamos 4 a 2, a Austria y al racismo, porque el fútbol es mucho más que 22 locos tras una pelota como suelen decir los que, con derecho, no disfrutan del deporte más democrático del mundo.




Ahora entiendo por qué me gusta la poesía. Me gusta porque me gusta el fútbol, y el fútbol es poesía.




Y "me van a tener disculpar", pero todo esto me ha hecho llorar. Y sobre Maradona, ¿cómo hablar mal de un hombre que a tantos a hecho alegrar?, ¿quién soy yo para juzgar?




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